Abducido por la realidad, Pedro queda absorto, en estado casi inanimado, rechazando en su matriz la idea que se le presenta de manera espontanea; la teoría de la incertidumbre lo paraliza sin darle la chance de canalizar su frustración mediante los deshechos de algunos iones desde los capilares hacia el interior del túbulo (en la zona distal, claro esta). Esto lo mortifica de tal manera que expulsa rabia por sus poros cual uranio empobrecido en una falla molecular.

miércoles, 28 de enero de 2015

Milo de Crotona, destructor de Sibaris

Milo toma lento pero seguro un ultimo trago de vino endulzado con miel y saborizado con hierbas de la ánfora finamente decorada con jóvenes desnudos luchando en campo abierto, la mano que delineo esos trazos ha dejado plasmado en un toque de pincel una actividad muy común en esas épocas ya tan alejadas de la realidad. Milo mira el fondo seco del recipiente dándose cuenta que hace rato ya había acabado con el suave contenido; su pensamiento esta en otra parte, su espíritu, otrora inquieto e indomable ya no se resiste a la avalancha de recuerdos que inundan su cabeza.

El viento fresco del Mediterráneo acaricia su rostro trayéndole lejanas historias de su vida, difícil ahora aceptar que esos recuerdos son míos, se dice melancólico, pero no hay dudas de ello, el es el autor de todos esos sucesos. ¿Pero porque siente esto que le trepa por la conciencia hasta instalársele en el corazón como polizón en la trirreme?

Sacude su cabeza para alejar a los pensamientos involuntarios, esos que no son deseados pero que a nuestro pesar vuelven en nuestros momentos de descuido para alejarnos de las bondades de la vida y arrastrarnos sin poder resistirnos hacia la oscuridad de nuestro pasado, por mas que hagamos lo imposible por olvidar no podemos desprendernos de ellos como un cáncer maligno que ya se expandió por todo el cuerpo, así nuestros recuerdos nefastos se desparraman por nosotros con la celeridad con que cuentan las malas noticias.

Se pone en pie pesadamente, sin ganas en verdad, pero sin mas remedio a ello, echa un ultimo vistazo desde el balcón de su estancia veraniega hacia el mar, ese mar azul como el cielo que tantas veces cruzo, ese mar, principio y fin de civilizaciones asombrosas, deslumbrantes, preciado mausoleo para los miles sin nombre que descansan en sus agitadas aguas. Echa una ultima mirada hacia ese Mediterráneo que lo vio nacer, que vio el dolor de la madre que lo paria, que escucho junto a su padre, embriagado de orgullo su primer grito a la vida, como imponiendo con ese primer alarido nuestro lugar en la tierra, sin ese llanto de bienvenida los espíritus del mas allá se llevarían implacablemente al infante.

Sus primeros amores fueron en las orillas del mar, cuando se escapaba de su tutor y se escondía tras las cañas con la hija del herrero, ¡que hermosos recuerdos! Cierra los ojos y de su boca se le escapa una sonrisa de satisfacción. Cuantos de sus recuerdos quedaran para siempre anclados en las orillas de ese mar que lo vieron con los años coronarse en el gran Milo, el poderoso señor firme con sus súbditos, implacable con sus enemigos, con las virtudes y los defectos de todo gran señor que se erige en un tirano, un déspota sin limites, por sus propios medios, que solo, con el poder de su convicción logra en un corto tiempo los que otros con el titulo de sus abolengos no consiguen nunca.

Tantea involuntariamente el lado izquierdo de su cadera, allí esta pendiente del cinturón, como siempre, su espada corta, forjadora de mil caminos, azote de los que se atrevieron a ponerse frente suyo, autora de la grandeza que vivió y desdichada forjadora de la caída que le tocara padecer. Acaricia la empuñadura, áspera como los gritos desesperados de las victimas que fueron su alimento, vampiro insaciable del plasma que robaba a los desafortunados que corrían a su encuentro, segadora de los sueños de algunos, constructora de los proyectos de otros.

Recorre con las yemas de sus dedos la longitud de la empuñadura hasta llegar al pomo, pulida y brillante cabeza de león, guardiana de su destino, compañera de sus sueños y desvelos, muda confidente de sus secretos; no le hace falta mirar para adivinar su broncínea cabellera una vez mas entre sus dedos.

Se abrocha con cuidado su largo manto carmesí, tinto en sangre salada de sus enemigos y automáticamente sin premeditarlo sale caminando sin voltear, grabando para siempre en su memoria y llevando consigo hasta el final como pendón la imagen sin manchas de su querido mar.

Frente a el, en la plaza de armas mil hoplitas lo observan sin decir palabra, en sus miradas la admiración y el respeto dejan la boca sellada para dar paso a la idolatría que sienten por su estratega que en tantas batallas los supo guiar airosos hacia la victoria, aplastantes victorias sin acuerdos ni concesiones, victorias que fueron de la mano de Milo a lo largo de su vida, amante incondicional de aquel que supo mejor que nadie seducirla hasta convertirla en su única compañera, en su única amante, juntos gozaron mutuamente de sus cuerpos desnudos por muchos años; aunque últimamente, Milo, podía adivinar algo extraño en la mirada de su querida, algo que lo intrigaba y preocupaba al mismo tiempo, ella ya no lo seguía con la incondicionalidad de antaño, pareciera que la pasión que sentían mutuamente hubiera ido desapareciendo, como esas parejas de ancianos que permanecen juntos solo por la costumbre, donde ya el amor y la pasión se consumió como la llama de la hoguera de la hecatombe en honor a los pasados triunfos.

Con la mirada fija en su pasado, saca de la vaina su leona y apuntando con la agudeza de su hoja hacia las robustas murallas de su ciudad grita:

“Hoplitas, ustedes me conocen como yo los conozco a ustedes, sus padres combatieron a mi lado con honor, como lo hacen ustedes ahora, la diosa de la fortuna siempre acompaño nuestros proyectos, hemos hecho de nuestra humilde ciudad, una gran ciudad. Pero ahora el peligro se cierne sobre nosotros como la tempestad amenaza al pequeño navío de pesca que se sacude violentamente entre las olas a voluntad de los dioses, que hoy dan y mañana quitan, sin motivo, solo por contentar sus caprichos, pero no esta en nosotros juzgarlos, ellos son dioses y nosotros simples títeres de sus juegos. Ante nuestras murallas, donde nunca nadie se había atrevido llegar, se asientan ejércitos coaligados de nuestras ciudades vecinas, celosas de nuestras riquezas, envidiosas de nuestra grandeza amenazando nuestra subsistencia, queriendo atropellarnos como el lobo al rebaño alejado de su pastor que corre temeroso en sendas direcciones tratando de evitar a la fiera logrando con su desbandada hacerle aun mas fáciles las cosas.

Hijos de Crotona, hijos míos, si ellos prevalecen todo por lo que hicimos tanto para construir habrá sido en vano, las vidas ofrendadas por la grandeza de la ciudad no habrán valido de nada”…

Seguía hablando ya sin escucharse, ya sin saber lo que decía, en su mente se arremolinaban impetuosos los tormentos de su pasado, lo que mas lo confundía era que ahora, en su vejes, nacieran todos estos sentimientos ajenos a el, infinitas imágenes se agolpan en su mente que se apretujan tratando todas ellas de estar primero y quitarle prioridad a las otras; miles de ojos inundados en llanto desfilan por su memoria; manos de madres tratando de proteger inútilmente a sus hijos, miles de niños abrazados a los cuerpos sin vida de sus madres, la tibieza incomparable de la sangre fresca bañándole los pies, el escalofriante aroma de la carne calcinada, las depredaciones a su alrededor, las violaciones salvajes, los excesos desmedidos de quienes triunfan aplastando toda resistencia, el odio contenido durante meses de los sitiadores capitalizado con todo tipo de depredación cuando cae la resistencia del sitiado, los gritos desgarradores que lastiman con el silencio de los años sus oídos que creía acostumbrados a ello, pero mas allá de todo eso, por lo que mas se estremece es por contemplar su propia imagen en medio de tanto dolor, gozando del momento, disfrutando de la masacre, satisfecho de la carnicería.

Exaltados gritos de entusiasmo lo abstraen de sus cavilaciones, mil gargantas prestas para entrar en combate seguras de su victoria, no por ellos, sino por quien los guía, el gran Milo, Milo de Crotona, destructor de Sibaris, se sienten seguros de su incuestionable triunfo; lo que ellos no saben es que en Milo la magia ha desaparecido, la abominable e implacable destreza del depredador se evaporo como un charco en medio del desierto, solo queda en el la fuerte convicción del arrepentimiento, ya no quiere mas guerras, no quiere sentir la calidez de la sangre ajena, no quiere ver mas destrucción, no quiere ser responsable de madres enlutadas por la perdida de sus hijos, ni hijos huérfanos llorando la soledad que les queda; Milo ya no es el depredador, ahora es la presa, presa de el mismo, presa de su pasado.

Recubre su cabeza con el mismo bronce que en tantas ocasiones lo viera triunfar y camina hacia las puertas escoltado por sus jóvenes soldados que se enaltecen de orgullo por tener cerca a esa leyenda viviente que es Milo, se pelean unos con otros por estar cerca de su mítico líder que marcha delante de ellos.

Siente el peso de su vida arquear sus espaldas, mermar sus fuerzas, pero igual el camina hacia delante, plantando cara al enemigo, es un hombre demasiado endurecido como para dejarse llevar por sus sentimientos.

Afuera diez mil enemigos de diferentes ciudades vecinas, enemigas de su régimen, otrora sumisas contribuyentes de la bonanza de sus arcas, reclaman a gritos la prioridad de hacerse con la cabeza de Milo para llevarla cual espantoso trofeo a su ciudad.

Formadas las falanges en compactas formaciones, marchan decididos entonando briosamente el pean confiados ciegamente en su General que los guía en primera fila, una vez mas hacia el enemigo.

Milo mira fijo a esos diez mil depredadores que van tras su cabeza, entonces como un milagroso regalo de los caprichos de algún dios que sintió pena por el tirano, contempla asombrado, sin poder creerlo su amado Mediterráneo.

Dos gotas de mar ruedan brillantes por las mejillas de Milo, cierra sus ojos y sin saber el motivo sonríe placenteramente.

Richard Zaratustra

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