Aferrado a mis negligencias, me deleitaba
gratamente en las cúspides plateadas de sus sienes. Ese incólume momento
inmaculado cuando, los dos, frente a frente, quedábamos absortos en
contemplarnos detalladamente hasta el inagotable punto de adivinar, con la
certeza del augur, cada lumínico recorrer neuronal del adversario.
Podía leer, tras cada rutinario parpadeo sus
fabulaciones desmedidas en mi contra, cada vez que, cual fuelle de fragua celta
se dilataba su tórax, distinguía tras la densa cortina de humo, los dientes
afilados que brillaban como perlas de Myanmar.
Me miraba sin mirar, sin interés, dolorido en
la lúdica repetición de lo cotidiano, ahuyentando la codicia de la victoria,
desmereciendo la necesidad irremediable de someterme nuevamente a la derrota.
Emocionado igualmente con la contemplación de
la victoria, estudiaba sus pétreas facciones con el interés del que analiza un
petroglifo perdido en un remoto remolino esmeralda.
Debía hacer uso de todos mis recursos
sensoriales para anticipar, con efectividad, las difusas opiniones que
desmedidamente golpeaban salvajes mi broca. Era cuestión de pensar lo justo y
necesario, ni más ni menos, había una sola posibilidad y no podía perderla.
Su paciencia inagotable como las piedras de
Tik’al, hacían perforaciones imprecisas en el sostén de mi estructura. Era necesario
recordarme que el timo que me proponía se vería irremediablemente expuesto por
las habilidades superiores de su majestuosa
suntuosidad.
Se pone enérgicamente de pie pero tan
pausadamente que ese colosal momento me pareció infinito, como Urano en el
momento de regodearse en la contextualización del bronce.
Quedo solo, contemplando la profundidad de la
derrota, humillado por lo inevitable del abismo que me fecunda.
El cabello albino que tiende Venus hasta mi me
obnubila arrancándome de mis turbias cavilaciones.
Mañana, sus áureas sienes serán escudriñadas
infatigables por el desprolijo vituperio de la derrota.
Zaratustra, Richard
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